lunes, 23 de mayo de 2016

Una carta a Raqqa

A las sombras que reflejan el dolor por tus calles, solo les acompaña la impotencia de quien un día tuvo que abandonarte. En el exilio, tus hijos recuerdan una y otra vez la atmósfera dorada que cubría el cielo cuando una tormenta de arena acechaba. Hoy, tus haras* son el propio desierto. Pero de la angustia y la muerte. La calidez de un día nublado se ha tornado en un infierno donde nada brilla excepto el Sol. La última vez que te escribí fue al calor de una explosión que me alcanzó a pesar de encontrarme a seis mil kilómetros de ella. No te he olvidado desde entonces, pues para ello debería convertirme en otro ser humano para sentir que el lazo de verdad se ha roto. Quizás deseé en algún momento concreto intentarlo, pero rápido recordé las piedras ovales que lanzaba sobre el agua de tu río. Cuando las lanzaba, círculos en cadena se formaban sobre el agua que parecía el colchón de los últimos rayos del día y eso quería decir que la feliz jornada se terminaba. Y entonces, me di cuenta que yo también sigo presa del origen.

Has pasado de ser la pensión de la Revolución al camaleón de la Guerra. Dime ¿Cómo te sientes? Sé que no te dejan hablarme. Pero espero algún día volver a conversar contigo desde el tejado más alto de la ciudad. Quizás ese día rocemos el cielo, y él nos devuelva todo lo que nos ha arrebatado.

*Calles en árabe.


Imagen: Hunffington Post  (Éufrates en Raqqa)

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