A las sombras que reflejan el dolor por tus calles, solo les acompaña la
impotencia de quien un día tuvo que abandonarte. En el exilio, tus
hijos recuerdan una y otra vez la atmósfera dorada que cubría el
cielo cuando una tormenta de arena acechaba. Hoy, tus haras*
son el propio desierto. Pero de la angustia y la muerte. La calidez
de un día nublado se ha tornado en un infierno donde nada brilla
excepto el Sol. La última vez que te escribí fue al calor de una
explosión que me alcanzó a pesar de encontrarme a seis mil
kilómetros de ella. No te he olvidado desde entonces, pues para ello
debería convertirme en otro ser humano para sentir que el lazo de
verdad se ha roto. Quizás deseé en algún momento concreto
intentarlo, pero rápido recordé las piedras ovales que
lanzaba sobre el agua de tu río. Cuando las lanzaba, círculos en cadena
se formaban sobre el agua que parecía el colchón de los últimos
rayos del día y eso quería decir que la feliz jornada se
terminaba. Y entonces, me di cuenta que yo también sigo presa del
origen.
Has pasado de ser la pensión de la Revolución al camaleón de la
Guerra. Dime ¿Cómo te sientes? Sé que no te dejan hablarme. Pero
espero algún día volver a conversar contigo desde el tejado más
alto de la ciudad. Quizás ese día rocemos el cielo, y él nos
devuelva todo lo que nos ha arrebatado.
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